Creo que tanto hombres como mujeres podemos cuidar de un bebé, pero las construcciones sociales nos ponen en entredicho.
«Qué maravilloso todo esto», me dice con acento norteño un turista de unos 60 años con una sonrisa que denota asombro, mientras bebo café con un par de amigos en un restaurante del Centro Histórico de la Ciudad de México. «¿Puedo tomar una foto?» continúa. Lo miro un poco desconcertado. No sé a que se refiere. Tal vez habla del hermoso trabajo en talavera en el interior del edificio o de la silla con diseño moderno donde estoy sentado, o de la pintura del Siglo 18 que cuelga de la pared que tengo a mi espalda.
—¿Pero qué es lo maravilloso? —pregunto, quiero aclarar la duda.
—¡Pues todo esto! —me señala por completo, tal como lo hace el vikingo Estoico a su debilucho hijo Hipo en la animación «Cómo entrenar a tu dragón»—. Que te hagas cargo todo el tiempo de tu bebé. ¿No hay mamá?
—Si, claro, pero está trabajando. Alguien debe pagar las cuentas— digo en tono de broma.
—Nunca había visto que un hombre atendiera así a su bebé. Me voy a tomar una foto contigo.
El suceso fue extraño y hasta cierto punto embarazoso. De pronto el sorprendido era yo. No entendía muy bien por qué a ese hombre le inquietaba que tuviera en los brazos a mi bebé de cuatro meses, que le mencionara los colores y formas que había en el lugar para calmarlo, que lo llevara al baño para cambiarle el pañal, que usara un fular —ese maravillosos pedazo de tela de cuatro metros que sirve como portabebés— cruzado como un par de cananas, que en la mesa hubiera un biberón y en el pequeño perchero una pañalera.
Es la primera vez que soy papá y trabajar como freelance me permite atender a mi hijo mientras su mamá trabaja por las tardes. Junto a ella, lo llevo a sus clases de estimulación temprana, a las consultas con la pediatra, al hospital para que le apliquen sus vacunas. En realidad no veo nada extraño en prestar atención a un hijo y compartir con su madre la crianza y desarrollo. Es trabajo en equipo. Así se llevan a cabos los emprendimientos, los proyectos laborales, el mundo actual. Sin embargo, luego de platicar la anécdota con varias personas y observar mi día a día, resulta que no es un comportamiento frecuente, tanto así que se le ha dado el nombre de «fenómeno de los nuevos padres» o «nuevas paternidades».
Ya en un artículo publicado en 2003 en la revista española Cuadernos de Trabajo Social, el psicoterapeuta Luis Bonino, director del Centro de Estudios de la Condición Masculina de Madrid, señaló que este termino se refiere a la aparición y valorización en los últimos años de una figura parental alejada de los modelos de padre distante y autoritario, así como al ejercicio de la paternidad fuera de los modelos tradicionales de familia, como la monoparentalidad masculina o la ejercida en las parejas homosexuales.
Según la Encuesta Nacional Sobre Uso del Tiempo 2014 los hombres dedican en promedio 11.5 horas a la semana al cuidado de niños de 0 a 14 años. Por supuesto las mujeres invierten más: casi 25 horas.
Si hoy parece poco común que un hombre comparta o se encargue por completo de la crianza de los hijos, hace 35 años era en verdad una rareza. Pienso en Pérez, el papá de un par de buenas amigas. Su esposa murió de cáncer así que tuvo que hacerse cargo de sus dos hijas aún niñas. La menor era tan pequeña que hoy no recuerda el rostro de su madre. Pérez les daba de comer, las bañaba, las vestía, les enseñó sobre el comunismo, jugaba con ellas, les compraba vestidos y, sobre todo, las peinaba, no solo con coletas: el hombre aprendió a hacer trenzas. Y así, sin proponérselo, las educó en la equidad de género. Luego de tantos años aún va con sus hijas al supermercado y comparten los fines de semana una botella de vino y otra de mezcal. Pérez tal vez no lo vea así, pero fue un pionero, un tanto involuntario, en eso de las nuevas paternidades.
El día a día presenta detalles que muestran qué tan arraigados están los roles de género, los cuales hacen creer que el cuidado de los hijos es tarea de las mujeres. Pocos restaurantes, plazas comerciales, tiendas de autoservicio, salas de cine y lugares públicos como hospitales, centros de salud, edificios de gobierno, museos o terminales de autobuses en México cuentan con un cambiador de pañales en el baño de hombres. La primera vez que me enfrenté a esa situación me detuve unos instantes para pensar como resolver el problema. Así descubrí que los baños para personas en sillas de ruedas son geniales porque la superficie plana del área del lavabo es amplia. Ahí, después de secar el exceso de agua, uno instala una cobija para que no pase el frío del azulejo, la formaica o el granito, a la espalda del bebé.
El metro es otro espacio interesante. Regularmente trato de viajar en horas donde no haya tanta gente, aunque es difícil. He de confesar que cuando porto al bebé en el fular, la mayoría de las veces me ceden el asiento, aunque no siempre es el reservado para usuarios con discapacidad, ancianos, embarazadas y personas con niños en brazos. La escena es curiosa: ingreso al vagón y me coloco en un sitio donde haya espacio suficiente para que el bebé no sea golpeado o aplastado por la gente que entra y sale del convoy. Tanto hombres y mujeres me observan. Siento las miradas. La presencia de un hombre solo con un bebé rompe algo en la concepción del mundo. Dudan en darme el lugar. ¿Cuánto pesará el niño?, ¿seis, siete kilos? No le pesa mucho, es hombre. Miran el cartel de asiento reservado; ahí quien trae al pequeño en brazos es una figura que representa a una mujer. Después de una o dos estaciones alguien se para porque va a bajar. Un pasajero me dice que hay un asiento libre. No logro sentarme: una señora fue más hábil que yo y pone una bolsa de plástico para apartar el lugar y utilizarlo. No importa, de todos modos bajo en la siguiente estación.
Una vez Sony, mi compañera de vida, me sugirió viajar en los vagones exclusivos para mujeres pues en ocasiones hay menos gente y es más seguro para el bebé. Lo dudé al principio. Cuando implementaron esta medida, el 26 de abril de 2016, la policía no permitía que viajaran hombres en esos carros, aun con niños. Eso de la separación entre hombres y mujeres curiosamente no aparece en el Reglamento de Transporte del Distrito Federal, en los artículos que le corresponden al metro. Sin embargo, la fracción XI del artículo 26 de la Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal habla de sanciones por ingresar a zonas señaladas como de acceso restringido.
Cada vez que cruzo la separación en el anden el policía en turno no deja de verme. No es una mirada acusadora si no de desconcierto. Por un lado no debería estar ahí porque soy hombre y la absurda lógica de la medida dicta que soy un posible acosador o pervertido sexual; por otro, traigo a un bebé en los brazos y la instrucción claramente dice, escrita en una cartulina, «sólo mujeres y niños menores de 12 años».
En cuanto ingreso al carro las miradas van hacia mí y no falta quien pone cara de enojo. Yo hablo con el bebé, le muestro los colores, le explico el metro. Si está dormido saco mi libro o el teléfono celular y leo. Al principio me sentía incómodo pero con el tiempo lo he superado. Al igual que en los vagones para usuarios en general, me ceden al asiento luego de un par de estaciones. Recuerdo que la primera chica que lo hizo miró hacia el resto de las pasajeras con reproche: «Parece que nunca han cargado a un bebé».
En el Metrobús pasa algo muy parecido, aunque en este transporte solo una vez una persona estuvo dispuesta a dejarme su lugar.
En México han surgido algunas políticas que promueven una mayor participación del hombre en la crianza de los hijos, como la licencia por paternidad —que permite a los nuevos papás ausentarse del empleo hasta por cinco días laborales con goce de sueldo; en la Ciudad de México son 15 días— o la Ley de Paternidad Responsable en Chiapas. Sin embargo, la primera se otorga sólo cuando el varón lo solicita y la segunda en realidad es un mecanismo legal para impedir que las mujeres decidan sobre su maternidad.
Apenas en 2016 la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió que todos los hombres afiliados al IMSS podrán llevar a sus hijos a las guarderías de la dependencia, sin importar su estado civil. Esto ocurrió luego que a Antonio Baca se le negó el servicio porque la Ley del Seguro Social solo otorgaba el beneficio a mujeres o a varones viudos, divorciados o que tuvieran la patria potestad del menor.
Es muy parecido al caso de Andrés —así lo llamaremos—, un empleado de la Cámara de Diputados que se las arreglaba muy bien cada vez que llevaba a su hijo a la oficina. Lo depositaba en una pequeña caja que ponía a su lado para atenderlo. El tipo causaba cierta ternura en las mujeres. El hombre no era viudo, divorciado, ni tenía la patria potestad de su hijo; simplemente él y la mamá del niño decidieron no ser más una pareja. Por esta razón no podía usar el CENDI del recinto. Y aunque su estado civil lo consintiera tenía como limitante no pertenecer al sindicato de empleados de la Cámara.
No es un reproche de mi parte. Creo que tanto hombres como mujeres podemos cuidar de un bebé, pero las construcciones sociales nos ponen en entredicho. Cuando voy a trabajar sin mi bebé pienso en comprarle un juguete al regresar, por el simple hecho de darle un obsequio, solo eso; cada vez que su mamá va al trabajo piensa en la culpa, siente que por varias horas está abandonado a su hijo.
Ahora que se habla tanto de la equidad de género tal vez deberíamos empezar por dejar de llamar «nuevas paternidades» o «nuevos padres» a los hombre que cuidan, se comprometen y comparten con la madre la crianza de sus hijos. De eso se trata la paternidad ¿o no?
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